POÉTICAS PERSONALES: OTTO CÁZARES
Mi encuentro con Otto Cázares, un artista en todo el sentido de la palabra, fue cosa del destino escrito por los dioses bondadosos.
No recuerdo bien dónde, pero tratando de afinar la desmemoria quiero creer que fue en un suplemento cultural periodístico, que vi un anuncio para cursar un Diplomado en Cultura Occidental (Anatomía de una era: panorama crítico de la cultura occidental) en la Casa Refugio Citlaltépetl, cuando aquella casa era verdadero refugio para los escritores disidentes y perseguidos del mundo, un capítulo del PEN International y dirigida por el gran Philippe Ollé-Laprune.
El diplomado, coordinado por el excelente Óscar Altamirano, tuvo entre sus ponentes a Ernesto de la Peña, Adolfo Castañón, Javier Sicilia, José Pascual Buxó, Ana María Martínez de la Escalera, Bolívar Echeverría, Margo Glantz y muchos otros más.
Yo tenía apenas diecisiete años y estaba a punto de entrar a la universidad (mi periodo matemático), pero lo que realmente anhelaba era escribir. A la Casa Refugio yo asistía al taller de poesía de Xhevdet Bajraj y a la Escuela Dinámica de Escritores de Mario Bellatin. El caso, porque siento que me desvío, es que el anuncio ofertaba dos becas para el diplomado, a cuenta de escribir un ensayo sobre la cultura Occidental.
Otto ganó una de las becas y la otra fue para mí, así que ambos nos encontramos como alegres cursantes, los más jóvenes, junto con otros compañeros ya avanzados en la universidad o los posgrados, totalmente absortos en las doctísimas ponencias.
En ese entonces, recuerdo que Otto estudiaba en La Esmeralda, la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado, y creo que la primera vez que le pregunté sobre su arte dijo: "pinto, realismo e hiperrealismo".
Yo ubicaba perfectamente el realismo, lo que eso significaba, pero todavía había tenido muy poca experiencia con lo segundo (apenas dos años después vi en el Museo Rufino Tamayo una exposición del tema), así que siempre estuve intrigado por el tipo de pintura que hacía.
Ahora he visto fotografías digitales que habitan en el ciberespacio y que me atrevo a colocar aquí para el disfrute de todos los lectores de POIESIS:
〰
¿Cómo fue tu descubrimiento del arte?
Temo que no sé decirlo. La palabra Arte en mi
infancia designaba ‘lo ininteligible’. O lo ridículo. Cuando era un niño, creo
que más o menos ese era el significado de Arte para mí: algo demasiado abierto,
inasible, a veces ridículo. En una ocasión nos invitaron a mi hermano mayor Galo
y a mí, que éramos niños pintores, a un programa de TV y antes de nuestra
entrevista, en el set había un bailarín haciendo su faena: teníamos que reprimir
las risotadas que nos causaban sus retorcimientos. Y reprimirlas, las
estimulaba. Me avergüenzo de haberme reído de aquel bailarín. Mi vergüenza se
compensa porque quizás un niño
actualmente me tomaría por ridículo y se reiría de mí. Con sus risotadas me
daría cuenta de que a sus ojos, soy un artista. Cuando era niño, visitar a mi
tío Ángel Mora, que era dibujante de cómics, tenía gran una significación para
mí. Mi tío Ángel era dibujante y el tercer piso de su casa era su estudio y
olía a tinta china y papel. Me gustaba su entorno, que tenía algo de venerable
desorden. Me gustaban sus estantes llenos de papel de dibujo, libros y
revistas. Recuerdo que siempre mostraba esa nerviosa tensión de quien desea que
las visitas se despidan de una vez por todas y cuando nos despedíamos de él mis
padres, mi hermano Galo y yo, mi tío tomaba a manos llenas las publicaciones de
sus estanterías y me las obsequiaba. A mí. Creo que en esta generosa
obsequiosidad de mi tío Ángel, dibujante de cómics, habita ese ‘descubrimiento’
por el que preguntas. Quizás sólo deseaba vaciar sus anaqueles, pero con este
gesto mi tío Ángel me descubrió un ansia: yo “tenía” que dibujar. Un dato
curioso es que mi tío también pintaba. Sus pinturas se asemejaban a las de
Chaim Soutine y sus lienzos colgaban en el cubo de las escaleras. Todavía tiene
que hacerse una revisión de la pintura de Ángel José Mora Suárez. La pintura
entonces subía, el dibujo habitaba, estable, en el tercer piso de la casa. Poco
antes de que muriera, telefoneé a mi tío Ángel. Me son un poco confusas las
palabras que intercambiamos en aquella llamada pero recuerdo que le agradecí su
presencia en palabras nada elocuentes, torpes, como solemos decirlas cuando
estamos desprevenidos, que es casi siempre.
¿Cuál dirías que fue la razón principal que
te convirtió en artista?
El miedo a verme
privado del delirio de la sabiduría.
¿Recuerdas qué te atrajo a la rama del arte
que ejerces?
Hubo un momento —hará de ello un par de
años, cuando mucho— en que me surgió la idea de que todo cuanto he hecho debería
ser comprendido como una didáctica. Soy un maestro y todo el tiempo azuzo a mis
estudiantes con aquello que decía Novalis acerca de que “hay que ser en el
mundo lo que uno es en el papel”. No puedes azuzar a los demás sin azuzarte a ti
mismo y entonces me vi obligado a responder qué era yo en “en el papel”. Un
ensayista, un dibujante, un editor. Beuys decía que dar clases era su obra. Yo
no digo lo mismo. Lo que sí digo es que dar clases me hace encontrar ‘situaciones
de aprendizaje’ por doquier: brotan posibilidades de escribir un ensayo o de
realizar lo que llamo ‘Ensayos para TV’, surge todo el tiempo la posibilidad de
un dibujo, un símbolo o un grafismo. Florece la ocasión de muchos libros que no
han sido editados pero que podrían serlo.
¿Tienes algún ritual/preferencia/técnica
específica a la hora de trabajar una obra?
Trabajo a la hora que puedo, tantas horas
como sea posible. A veces, son ocho horas, a veces, ninguna en absoluto. Recuerdo
que Benjamin jugaba con aquella frase de Nulle dies sine linea y decía
“ni un día sin una línea, una semana quizás sí”. Es verdad. Hay momentos en los
que el artista no lo es en absoluto, otras en las que lo es absolutamente. Para
esto es necesario un cierto talento para sustraerse de la vida. Negarse a tomar
llamadas. Rechazar todas las invitaciones con el peligro de nunca volver a ser
invitado. Pasar, en suma, por antipático. He ahí precisamente aquel nerviosismo
de mi tío Ángel que deseaba apresurar la despedida de las visitas, ¿no?
¿Qué proyecto tienes ahora y en qué
consiste?
Ahora trabajo redactando,
transcribiendo, ilustrando y autopublicando un curso de dibujo experimental por
correspondencia, 16 lecciones que bimestralmente envío por correo postal a un
puñado de suscriptores entusiastas. Me encuentro en la lección 10, así que
todavía hay faena. Es un proyecto apoyado por el Sistema Nacional de Creadores de
título Manual de dibujo al rojo vivo. Al mismo tiempo dedico muchas
horas a las labores de Luxpluslux, una editorial independiente que fundé
y que traerá sus primeros títulos en los meses venideros.
En tu formación como artista, ¿qué artista ha
tenido mayor influencia en tu obra y por qué?
Por turnos los dibujantes de cómics Mort
Drucker, Carlos Giménez y Quino. Después conocí a Goya, a Rembrandt. Me desvelé
tratando de comprender a Tintoretto y Vermeer. Tiziano Vecellio me causó
fiebre. Estudié a todos los del Romanticismo Alemán, Hoffmann en primer lugar,
Novalis en segundo. Blake. Fählström. Kentridge. La admiración por Balzac,
Reyes y Mann continúa. Calasso. Siento especial reverencia por todo lo que
escribió Walter Benjamin. Me interesa todo el Fluxus y el Arte
Contemporáneo me interesa mucho o nada. También he decir que, por turnos, he
querido a mis maestros: Luis Nishizawa, Ulises García, Patricia Soriano,
Sánchez Rull, Manuel Marín. A mis amigos lo quiero y admiro, Ariel Guzik, Ilán
Lieberman, José Manuel Springer, Daniel Toca. Pero también hay mucha gente a la
que he dejado de querer. Hay muchos a quienes he dejado de admirar. También es
mucho lo que he tenido que desaprender.
¿Además de artistas que inspiran tu obra,
que otros temas han marcado tu obra?
Pienso
que, en ese sentido, fue fundamental el vuelco radiofónico de mis actividades.
Ocurrió hace catorce años. Para mí, que en la soledad de mi taller de pintor
medía la profundidad de mi vocación, de repente me vi hablando para una
multitud. Mi primera serie radiofónica, Cuaderno de los Espíritus y de las
Pinturas, tenía todas las características del mensaje de un náufrago… pero
un náufrago que no quiere ser rescatado sino sólo mandar mensajes desde su isla
desierta. Después me enteré de que en los años 60 había un puñado de
radioaficionados nórdicos que se sometían a estados emocionales límite (a
través de la soledad, por ejemplo) y sólo entonces comenzaban a emitir mensajes
a través de sus radios de onda corta. Lo hacían tartamudeando, quizás para los
oídos de nadie o sólo para el espacio sideral. Así me pasó a mí en un principio.
Las andanzas radiofónicas me arrancaron para siempre de la soledad del taller y
me arrojaron a un escenario de interacciones. Lo hice tartamudeando, como quien
comienza a conocer su propia voz. Del mismo modo que los orientales afirman que
morimos varias veces, Jung sostenía que también nacemos en varias ocasiones.
Para mí la radio fue un nuevo nacimiento. Haciendo radio me inicié en el perfomance,
en el paisaje sonoro y sobre todo en la experimentación. La radio nace de la
contestación y es un explosivo eminente para la creación, el juego y el
sentido. La radio me enseñó el rigor del antiarte. Abrió para mí las sendas del
‘virtuosismo antiartístico’, para siempre.
¿Cómo sucedió la realización de tu primera
obra?
Llamé
Obra a algo de lo que hice quizás en la adolescencia cuando todo tiene ese
patetismo de la apariencia de lo fundamental. Sí, fue en la adolescencia cuando
inscribí algunas de mis pinturas en algún concursillo. Los Concursos de Arte
tienen la extraña cualidad de hacerle creer al artista que su trabajo es
proclive a recibir un premio, quizás entonces comienza uno a llamar Obra a lo
que hace. “Esta obra” significa “esto será reconocido” por quién sabe quién,
que tiene todas las características de la Nada. Pero la Obra es Nada, el
Trabajo es Todo. Si trabajas mucho quizás algo respetable pueda resultar de
todo ello.
Ya te he platicado que, por mis influencias,
fui romántico. Pero lo fui en dos sentidos: uno torpe y patético, otro lúcido y
regenerador. Empecinarse por ‘La Obra’ hirió la vanidad, la obstinación y la
obcecación de asno de Claude Lantier, que terminó colgándose ante su malograda obra
en la novela de Emile Zola. Yo fui Claude Lantier y por las noches me iba la
cama con el llanto sublimado. Esto duró para mí unos diez años en los que
trabajaba de noche hasta que clareaba el alba en mi ventana. Amaba y lloraba.
Muchas horas de dulce reparo fueron necesarias para sacudirme ese romanticismo “por”
la Obra. El otro sentido romántico, más lúcido y regenerador, que ahora pondero,
es el sentido de la Ceremonia. Herder y Michelet nunca se aparecían ante un
aula sin calcular el efecto que sus palabras tendrían y por lo tanto escribían
sus lecciones. El sentido de trabajo y de preparación del romántico —o del perteneciente
a la Tormenta y el Ímpetu— es una Ceremonia, una especie de plegaria, y es
para mí fundamental: ¡da la apariencia de que estás improvisando como la
cascada o el viento impetuoso pero, por favor, prepara detalladamente tu
improvisación!
Si pudieras rehacerla, ¿qué harías
diferente/igual y por qué?
No quisiera resultar convencional respondiendo
con la clásica y básicamente falsa respuesta de que asumo todo cuanto he hecho,
con sus errores y sus aciertos, y que no cambiaría ni enmendaría una sola
mancha o una sola coma. No: si pudiera rehacer mi primera obra sólo hubiera
deseado haberla comenzado antes. ‘De haber comenzado antes ya hubiéramos estado
ahí’, decía Schopenhauer. ¿Dónde es ese ‘ahí’ al que ya hubiéramos llegado de
haber comenzado antes? Si hubiera comenzado antes, ya lo sabría.
¿Cómo sucedió tu ingreso al mundo del arte
profesional?
¿Arte profesional significa arte por el que
se cobra o por el que el autor obtiene ciertas ganacias? Entonces mi ingreso al
arte profesional tuvo que haber sido en el momento en que comencé a trabajar —hacia
la mitad de mis veintes— con algunas galerías que con más o menos fortuna
tuvieron por algún tiempo algunas de mis producciones para venderlas,
ofrecerlas y, a veces, estropearlas. Creo que era conflictivo y demasiado
orgulloso porque a veces el proceso comercial hería mi vanidad y, para bien o para
mal, terminé distanciándome de los galeristas. No les guardo rencor, incluso he
realizado un viaje con alguno de estos galeristas junto a mi esposa, María
Fernanda. Al separarme de las galerías, tomé la enseñanza, busqué hacer radio y
comencé a ofrecer mis textos por doquier. Comencé escribiendo para una revista
de ópera en la que pagaban mis colaboraciones con entradas para la ópera o con discos,
nada mal ¿no crees? Desde luego no eran suficientes ingresos si lo sumaba todo,
pero al menos hacían una forma organizada de vida o una forma de intentar
vivirla organizadamente. Sumando mis escaseces logré percibirme otra vez como un
profesional de la cultura. Creí refugiarme de las estridencias de la vida
profesional del arte, que lastimaban mi sensible corazón de artista, en la
Academia y me convertí en profesor de la Facultad de Filosofía y Letras
impartiendo clases de Historia del Arte y dirigiendo un Laboratorio de Radio para
Historiadores. En realidad sólo estaba cambiando unas estridencias por otras.
Para
un artista el Proverbio del Infierno de Blake es elocuente: se “calcula
el peso y la medida en tiempos de escasez”. En bonanza el artista parece
olvidar las dificultades que ha padecido. Se autoengaña. El artista tiene una
enorme necesidad de autoengaño.
¿Cómo imaginas el mundo del arte en los
próximos años?
Me impresiona constatar el gran número de
artistas que trabajan en nuestros días, muchos de ellos con gran talento, solvencia
conceptual y solidez en sus propuestas. Sólo que noto una tendencia a la
hiper-producción que separa sin remedio a los artistas que son empujados por
proyectos curatoriales amplios de aquellos que no lo son. Los que no lo son
están condenados a un amateurismo sin solución. Abrirse paso cada vez resulta más
difícil en medio del coro y de la frivolidad monetizada que produce a gran
escala monumentos al gran capital. Pequeñeces agigantadas pero con gran capital
de producción según la clave Koons, pinturas y esculturas cuya producción
conlleva una buena suma de miles de dólares. Sobre eso dejó páginas magníficas
Marc Fumaroli en su libro París-Nueva York-París, un libro que se ha
leído mal porque no es un libro contra el Arte Contemporáneo sino sobre
los intentos de un humanista de finos ojos que ‘aún’ trata de comprender el Arte
contemporáneo con herramientas erradas, y a pesar de todo. Llama la atención la
indistinción del arte contemporáneo con las grandes marcas de lujo. Pero
también con la desaparición del disco compacto y más ampliamente, con la
desaparición de todo soporte, se avecina el ascenso inminente de las NFT’s y la
pantalla como soporte, porque todos trabajamos y mostramos nuestro trabajo en
Instagram, ¿no es verdad? Y claro, con la gradual depauperación del espacio
público y de las torpísimas políticas culturales nos hallaremos en momentos
críticos en los que, creo, dibujar y editar libros no como una nostalgia que
venere las cenizas sino como una forma de preservación del fuego (como decía
Mahler), podrían convertirse en narcóticos eminentes.
Dadas las posibilidades futuras, ¿crees que
tu propia obra tendrá un cambio sustancial en sus perspectivas/alcances?
Cambiará, pero
ignoro hacia dónde.
¿Cuál quisieras que fuera tu legado?
Hace
algunos meses impartí junto con mi amigo Daniel Toca un Seminario de técnicas
de investigación para estudiantes de distintas disciplinas del Centro Nacional
de las Artes, coreógrafos, músicos, artistas visuales y estudiantes de cine.
Hicimos un experimento. Cada uno de los integrantes del seminario escribimos un
discurso imaginario de recepción de un importante premio, también imaginado,
en el ámbito de nuestras disciplinas. Fue un ejercicio bello porque caímos en
cuenta de que teníamos mucho qué agradecer en esa “futurología retrospectiva”.
En mi discurso imaginario de la Recepción del Premio Bellas Artes del año 2064
yo, un anciano decrépito, con las piernas temblando, decía más o menos lo
siguiente: “Un Rey del Arte —como Tiziano, Wagner o Herzog— dice: “hágase mi
voluntad”. Un sumo Sacerdote del Arte —como Rilke, como Bruckner— dice: “hágase
Tu Voluntad”. Un profeta, como Blake, grita. Un apóstol, como Lucrecio,
soporta. ¿Yo? No lo sé. A veces hice lo que se esperaba de mí y fue cuando
descubrí que me vejaba. A veces hice cuanto mi voluntad deseó y fue cuando
descubrí que vejaba a los demás. ¿Qué
es lo mejor que pueden decir de mí? Que inventé mi propio pozo del que beber
agua. Con eso, me salvé de la sed. Premian mi sed”.
Así,
en mi agradecimiento futuro, dejaba a mis legatarios la responsabilidad de
sentir sed.
¿Qué le recomendarías a un artista que
apenas comienza y que te ve como inspiración?
Para contestarte me viene a la mente
aquella parábola del Pequeño libro de la subversión fuera de toda sospecha de Edmond Jabès donde se cuenta
esta historia: “Un sabio se quejaba: sólo tengo malos discípulos, buscando imitarme, me traicionan; creyendo
asemejárseme, se desacreditan. Tengo más suerte que tú —dijo el otro sabio—
habiendo dedicado mi vida a interrogar carezco naturalmente de discípulos”. A mis
discípulos los quiero, pero los caminos que elegirán para arruinar o para
dignificar sus vidas son cosa suya. Algunos me plagian como supongo que yo
también plagié a mis maestros, “hay que plagiar a tu plagiador” dice Kenneth
Goldsmith y con esto se hace posible la lógica de la continuidad maestro-alumno-maestro.
A veces uno tiende a juzgarse con demasiada
dureza, otras, con demasiada benevolencia. Ninguna de las dos resulta útil. Ser
artista significa percibir el sentido y el sinsentido de lo que se hace pero lo
difícil de esto estriba en que distinguir el sentido del sinsentido tiene que
hacerse en soledad. Percibir que lo que se hace, se hace con suficiente magia y
solvencia como para repetir aquello de que “el arte es magia liberada de la
mentira de ser verdad” (Adorno). Abrirse paso en la opacidad, la incertidumbre
y sobre todo es artista quien puede soportar hacer, hacer y hacer, sin
respuesta en un “imperio inacústico”.
〰
Comentarios
Publicar un comentario