POÉTICAS PERSONALES: M. M. J. MIGUEL
¿Cómo fue tu descubrimiento de la lectura y
de los libros?
Mi papá hizo el esfuerzo de descubrírmelas. Un día llegó a casa con La piedra filosofal porque le preocupaba las horas que invertía en videojuegos. Tenía once años; comenzaba la secundaria y socializar no me era precisamente llamativo. Aquel regalo abrió nuevas aficiones.
Por medio del videojuego y el anime tuve contacto con historias de corte fantástico, pero experimentar otros mundos a través de la literatura, recrearlos en mi cabeza, fue llevar la experiencia a otro nivel de intimidad.
Duré días leyendo ese primer libro de doscientas
cincuenta páginas —la edición de Salamandra—. Me entregué como un pez se
entrega a un anzuelo. Piqué y no hubo manera de sacarme de allí.
Llegarían las otras entregas de la obra, y con el auge
mediático de Harry Potter y El Señor de los Anillos —por sus venideros estrenos cinematográficos—
no fue difícil entregarme a la literatura de Fantasía y a los libros en
general.
Agarré el hábito de huronear librerías y buscar
semejantes; algo leí, pero ya no las recuerdo tanto. Para mí, solo existía
Rowling, Tolkien y los videojuegos, específicamente los JRPG clásicos.
Como anécdota, recientemente hice limpieza en casa y
encontré un libro de cuentos que mi mamá solía leerme de niño. Para mi
sorpresa, uno de los cuentos era el poema del Anillo. Puede que mi inconsciente
haya inclinado la balanza hacia una afinidad primigenia por la Fantasía; quién
sabe si esa es la razón de mi natural entrega hacia ella. Quedará siempre en
interrogante.
¿Cuál dirías que fue la razón principal que
te convirtió en lector?
Hay varias razones, que van desde mi contexto inmediato
hasta el enrevesado mundo latinoamericano, lleno de las tragedias que todos conocemos.
Intentaré enumerarlas.
Primero, tenía acceso a los libros. El apoyo de mi
familia fue fundamental porque nunca se escatimó en gastos de mi formación
profesional y humana. “Plata para estudiar siempre habrá”, decían en casa. Es
raro, pues soy hijo de médicos, profesión que por lo general está alejada de
esos campos. Corrí con suerte. Papá y mamá me daban dinero para libros, y
contadas veces intervinieron sobre mis aficiones. Además, por aquellos días
revoloteaban hechos más importantes en Venezuela que coartarle libertades a un
chico de once años, que recién descubría las artes. Nunca dejaré de agradecerles
a mis viejos esa libertad.
Segundo, la lectura, más que un escape, fue una manera de
lidiar con la soledad del mundo o con esa adolescente sensación de que no hay
sitio en el para uno. Leer se convirtió, entonces, en la piedra angular de mis
interacciones con la música y otras vertientes artísticas como el cine. En un
ambiente lleno de hostilidad e incertidumbre política, fueron los libros
quienes me hablaron de la cordura, de ordenar y reconfigurar algún tipo de
pensamiento que poco a poco me alejaba de hábitos más convencionales. Sí, iba a
fiestas, hacía cosas tontas y hablaba desde mi burbuja, pero me despertaron
algún tipo de llama creativa, un afán por expresar y, claro, romper cosas.
¿Quién no quiere romper cosas en la adolescencia?
No era especial. Solo me sentía bien leyendo y dándoles
cara a los protagonistas de esas novelas. En retrospectiva, fui un lector
banal, inconstante, enamorado de la idea de mis buenas notas, de mi supuesta
superioridad moral al ser el “lector” de la clase, el musiquito, el literato.
Debí ser un tipo insoportable —más— de adolescente.
De hecho, no recuerdo leer clásicos, más que los que
mandaban en el programa: Doña Bárbara
y La trepadora, de Gallegos; Memorias de mamá blanca, de Teresa de la
Parra. Les huía para seguir a C. S. Lewis y ver las adaptaciones
cinematográficas Final Fantasy y Dungeons and Dragons, al tiempo que
intentaba escribir la inconclusa novela de Fantasía con la que sueño noche tras
noche, la que supuestamente fijará mi nombre en la historia de la literatura. Qué
tonto es uno, ¿verdad?
Ahora saltemos en el tiempo. Dejé la literatura por la
música durante una década. Toqué en una banda más o menos premiada, disco en
mano, giras nacionales y demás clichés del medio; di clase en una reconocida
institución del Estado y viví del arte. Un sueño si me preguntan, y como todo
sueño, pues, inestable. La crisis en Venezuela se intensificó al punto en que
los salarios no daban para vivir, la gente comía de la basura y la movida
cultural se arruinó. Yo renuncié por cuestiones éticas y monetarias, y floté en
la nada.
En general no me gusta hablar de las condiciones
socioculturales como un factor modelador del artista, pero como soy la persona
que mejor conozco me doy ese lujo conmigo: la dictadura destrozó hasta lo que
no había sido creado. Sin trabajo y sin ganas de vivir, volví al oficio de
leer, a la literatura, y desde este punto los libros fueron mi farol en
altamar. Devoré a Stevenson, Dafoe, London, Salgari; y se le sumaron otros más
como Bradbury y Borges; comencé a escribir de nuevo, sin saber adónde iba en un
país perdido. El camino me reconectó con lienzos donde la música ya no sonaba,
y a mis casi treinta caí en la Escuela de Letras de la Universidad Central de
Venezuela.
Preguntas por qué me convertí en lector, y yo creo que
fue una cuestión de supervivencia, de continuos renacimientos, de girar y girar
sin rumbo. Sin la literatura, es muy probable que el Abismo me hubiese tomado.
Leo porque debo imaginar.
¿Recuerdas qué te atrajo del primer libro leído por elección propia?
No
voy a engañar a nadie: portadas y títulos. Imaginarás que terminé con varias
obras que siquiera se acercan a lo que me interesaba, pero en su defensa me
entretuvieron. Dan Brown es mi placer culposo.
A veces el misterio del libro como objeto en sí mismo
jugaba a favor. Una vez encontré un tapadura pequeño, sin nombre y sellado. El librero
se había olvidado de él, y en la caja registradora solo figuraba el precio. En
casa me aseguré de estar solo; no quería
que nadie interrumpiera ese ritual. En mi cabeza zarandeaban los fotogramas de La historia interminable, de Ende. Abrí
el sello y leí la primera página. El narrador describía una tormenta en una
isla lejana: todo era tan nítido, detallado, lleno de vida. El libro en
cuestión era Sandokán, de Emilio
Salgari. De allí nació mi obsesión con la literatura de piratas.
Bajo ese mismo método he ido descubriendo libros ya de
adulto. En las ferias de literatura, los buhoneros llenan sus tarantines con
títulos usados, y es una aventura pasar el día revisándolos. Antes, sin
internet o datos, solo confiabas en tu intuición o en la del librero de turno.
Igual te hablo desde el pasado; las ferias de literatura en el país murieron
hace unos años. Los festivales de lectura están caducos y se han visto
reducidos a charlas de la diáspora. El catálogo editorial de títulos nacionales
e internacionales es inexistente, por lo que la cacería se remite a puntos escondidos,
por recomendación o encargo. La magia de entrar a una librería y huronear es
algo que ya no se hace tan a menudo.
Quedan espacios como La Poeteca en Caracas, que le ha
dado pie a Librerías Insomnia; también el Buscón, Kalathos, Alejandría. Y solo
hablo de Caracas; en el interior del país desconozco librerías que intenten
llevar adelante la difusión cultural.
¿Tienes algún ritual/preferencia/técnica específica
para leer?
Prefiero leer por las mañanas a pesar de que se complique
por los pendientes vivenciales. Me decanté por el formato digital en estos
años; es fascinante el acceso ilimitado que tenemos de las obras. Lo único que
hace falta es una buena Tablet y saber dónde buscar. Siempre se está hablando
de la democratización de la literatura, cuando en realidad estamos más cerca
que nunca de alcanzarla.
Ahora, la pregunta es si lo alcanzamos bajo un lente
ético para el productor de la obra de arte como para el receptor; ¿este diálogo
entre autor y lector se sostendría en el futuro? La piratería es, por ejemplo,
una buena forma de llegar a obras lejanas, pero por otro lado es una pérdida
enorme de capital para la industria cultural, que para bien o para mal, existe
gracias a la inversión de nosotros, los particulares y los privados.
Mientras la sociedad se decide, este que está acá seguirá
leyendo como vaya viniendo. No creo que pueda hacer más que eso.
Claro está, si llego a publicar algo, espero que sea lo
suficientemente bueno para que alguien lo piratee. ¿Qué diría Walter Benjamin?
Creo que estaría igual de fascinado con las posibilidades de reproducción, y
estoy seguro de que su concepto de aura cambiaría.
Comentario aparte: no quisiera dejar por alto el hecho de
lo importante que me parece tomar notas. Decía George Steiner que hay que leer
con lápiz en mano. No sé si te vuelva mejor lector, pero ayuda a ordenar las
ideas.
¿Qué lees ahora y qué te llevó a elegir
dicho texto?
En este momento, varias cosas. En primer lugar, Dune, de Frank Herbert, traducido por
Domingo Santos. Últimamente no leo tantas novelas, pero decidí darle una
oportunidad por la conmoción que generó la versión cinematográfica de Villeneuve,
la cual, dicho sea de paso, no veré hasta terminar la novela. Quiero
enfrentarme a ese imaginario, y si bien entiendo que cada obra debería ser
evaluada por su propia independencia de formato, aquí quiero hacer la
excepción. Eso sí, se me ha hecho cuesta arriba llegar a la última página.
Puede que cambie de bando y lo terminé en inglés.
Del lado de los relatos estoy atrapado en las Obras completas, de Felisberto
Hernández. Es un cuentista único; llegué a él por “El balcón”, hace unos años e
intento mantenerlo dentro de mis referentes; es rarísimo, rústico. Este año
encontré el tiempo para leerme todo ese volumen.
También estoy con la antología La mano junto al muro: veinte cuentos latinoamericanos. Lo elegí al
azar en una librería porque lleva el título de uno de los cuentos más citados
dentro de la literatura venezolana, del autor Guillermo Meneses. Como nota al
pie, a Meneses vale la pena revisarlo. Su novela, El falso cuaderno de Narciso Espejo, es un hito importante dentro
de nuestra tradición literaria; pero, más allá, es una historia entretenida.
Hay un título que no quiero terminar, en el que estoy
atrapado por gusto: El libro del
desasosiego, de Bernardo Soares, aka, Fernando Pessoa. Es un diario
inagotable de uno de los tantos heterónimos del autor portugués. Puedes ir de
atrás para adelante, del medio hacia atrás, del principio y saltar al final, y
la experiencia de lectura siempre estará cargada de las vivencias de ese
fantasma escritor en su cuartico de la calle de Los Doradores. Hay toda una
filosofía de vida y la muerte, el tiempo, los objetos y la percepción del
nosotros dentro de nosotros y los demás. El mundo creado de la pluma de este
heterónimo palpita al compás de la lluvia, de su lluvia.
En tu formación como escritor, ¿qué
libro/escritor ha tenido mayor influencia en tu obra y por qué?
Pienso que la mente del entusiasta será altamente
influenciable a lo largo de toda su vida. Me es difícil contestar por dos
razones: la primera porque soy un escritor en continua formación. Hace meses
descubrí a Julio Ramón Ribeyro, de la mano del profesor Luis Yslas, y ya siento
que ha permeado tan profundo como El
señor de los Anillos. Entonces, la influencia, este encuentro de
imaginarios, lo que hace es crear una melaza de matices, colores y registros,
que interactúan gracias a mi propia consciencia e ingenuidad.
En esa melaza conviven Borges y su Aleph, mientras se
toma un café con Ursula K. Le Guin en los infinitos océanos de Terramar, en el
barco de Julio Garmendia. Por ejemplo, Bradbury y José Antonio Ramos Sucre
estuvieron años luz de conocerse, y sin embargo hay mucho de ellos en mis cuentos.
La idea es intentar forzar un diálogo entre sus pulsiones y las mías. A veces hay
desacuerdos, una bruma estilística que ni yo comprendo. El chiste es jalar esos
hilos y excitarlos.
¿Cómo puedo dejar de lado a Homero y La Odisea? De acá saltamos a Stevenson, y podemos llegar a las
aventuras de Harry Potter en Hogwars.
Por allá, mitologizando montañas, fuman Fernando Pessoa y Cesare Pavese.
Concebir historias es compaginar esos diálogos a
sabiendas de que en el futuro se le sumarán más. No hablo desde un punto de
vista acumulador, sino desde la expectativa. ¿Qué nuevo autor descubriré? ¿Con
cuál nuevo desconocido conectaré? El camino de las imágenes es infinito. Me
emociono, al mismo tiempo que me abruma, saber que hay muchos mundos esperando
interactuar conmigo desde el cine, la televisión, las historietas, el teatro,
la música, el videojuego y la literatura.
Es por esa razón que me gusta leer a mis contemporáneos,
a mis compañeros de clase. Por allí van Gabriela Vignati o Andrea Leal, por
ejemplo. Son letras autónomas dentro de la literatura venezolana, donde los
reflectores deberían estar, según mi opinión.
También debo darle
mucho crédito a mis profesores, tanto de los primeros talleres literarios que
tomé, como en la universidad. Carlos Sandoval, Roberto Echeto, Fedosy
Santaella, Alejandro Sebastiani, Luis Yslas, Ricardo Ramírez, Adolfo Calero,
Vicente Lecuna, Diajanida Hernández, Laura Tolosa, Jorge Romero. Leerlos,
escucharlos, eso sí es una influencia directa.
¿Cómo te decantaste por el género
favorecido por ti a la hora de escribir?
Como todo en la escritura, es materia de procesos;
probar, experimentar, limitarse, desinhibirse. Es enfrentar la incertidumbre de
las propias inquietudes. A veces pienso que la historia misma pide que se le
trate de cierta manera, y uno, el escritor, tonto y perezoso, intentará
resolver el problema estético y técnico que se le ha presentado.
Hoy me inclino por el cuento, el diario, la marginalia,
la anotación de libreta, el ensayo, esos géneros que llaman fronterizos; pero
estuve rato inmerso en la novela. De hecho, fue el primer género al que me
acerqué. Quería escribir una gran novela de Fantasía, y es una idea que todavía
ronda entre borradores.
Al preferir los formatos breves, sufro un poco en materia
de concisión, pues creo que los registros no miméticos, los imaginativos,
requieren, necesitan alimentarse de la pericia lingüística del escritor para
propulsar y potenciar la imaginación del lector.
Los escritores realistas no sufren de esto. Lanzan una o
dos referencias del mundo y ya construyeron todo el cronotopo, por lo que se
dedican a afinar el lenguaje o ahondar en la caracterización. En cambio, yo que
escribo cuento de fantasía, de ciencia ficción, se me dificulta comprimir los
detalles de un mundo alternativo.
Esto me recuerda que hoy día estamos enfrascados en
fórmulas, técnicas. Si hubo un tiempo en que nos quejábamos de que el mundo se
hundía en dicotomías, hoy parece estar resurgiendo la idea de que existe solo
una manera correcta de hacer las cosas. Una sola forma de vivir. Una sola forma
de pensar. Una sola forma de hacer arte.
Entonces, es común encontrarse con el empaquetamiento del
oficio de escribir. Navegas en internet, por ejemplo, y muchos artículos se
estructuran igual, usan el mismo lenguaje, despiertan las mismas preguntas; no
interpelan al lector, es reciclaje del reciclaje. Y detrás de esto encuentras
montones de recursos que terminan decretando que un cuento, una novela o un
ensayo funciona si, y solo, si sigues ciertas pautas estilísticas.
Los géneros en la literatura nacen de una necesidad
expresiva. Yo me niego a ser funcional a la idea de los géneros empaquetados.
¿Qué personaje literario ha marcado tu
construcción de personajes y cómo ha sido eso?
Es
curioso. Creo que mi fuente para construir personajes es interdependiente con
lo que necesito contar. El mismo relato forja al personaje. No veo personajes como
alineamientos estáticos, que serán fieles a eso hasta el punto final, sino como
entidades en movimiento, fluctuantes, imperfectas, llenos de incoherencias.
Sacarle mucha punta puede que termine echando todo por la borda. Los personajes
son testigos, oradores, de un relato mayor; son la fuente principal de la que
bebe el tema, de la que bebe la inquietud estética de fondo.
Se habla mucho de crear personajes que enganchen, que
empaticen. Nunca lo he comprendido. Me gusta, en cambio, los que incomodan, preguntones,
que jueguen con la verosimilitud interna del relato, que proponga y no sea un
riel de tren. Me gusta que busquen algo, y me apego un poco a eso, pues, como
dije, va de la mano con lo que la historia me está pidiendo. Esto resuena con
el héroe del romanticismo europeo y de la modernidad latinoamericana. A la
larga, construyen una historia agridulce: “Venía yo pensando cosas y me
conseguí con estas otras cosas, que no se parecen a las cosas que venía
pensando”.
Otra fuente que no paso por alto es el personaje de
videojuego. Cuando recorres títulos como Final
Fantasy IX te encuentras con una sólida comunicación entre el objetivo
principal de esa historia y sus protagonistas. La aventura radica en cómo
ellos, con sus fallas, sus miedos, intentan darse un lugar en el mundo. Por
ejemplo, Vivi, el mago negro, es complejo porque no solo es quien debe llevar de
preservar la gesta a posteridad, sino que a su vez lidia con su noexistencia,
con el peso de saberse diferente, desplazado, ajeno. Donde los demás ven un
hogar, él continuamente reflexiona sobre la impermanencia de esa felicidad; una
fogata en medio de la noche. Es un nolugar andante.
¿Cómo sucedió la escritura de tu primer texto?
Estaba en una clase de matemáticas o historia de Venezuela
por allá en el 2000. Agarré una hoja de block y comencé a escribir lo que sería
el cambiante primer capítulo de mi novela engavetada de Fantasía. Un chico de
un pueblito olvidado sale a hacer un mandado, y en el camino se encuentra con
un mago herido, que acoge en su casa sin saber las consecuencias.
Surgió por acumulación. Por aquellos días estaba empapado
de mucho JRPG clásico, Harry Potter y
El señor de los Anillos. Quería hacer
una novela de aventuras mágicas, peleas, personajes extravagantes. Los primeros
borradores los terminé más o menos al año y a mano; yo no sabía computadoras. Transcribirlas
fue tortuoso, pero resultó un tomo de casi 300 páginas, que solo abarcaba una
cuarta parte de lo que quería contar.
Mi adolescencia se fue en eso, en reescribir cíclicamente
esa novela, en olvidarla, en recuperarla. Todavía tengo esos borradores
guardados. Me miran de reojo, incluso su versión más actualizada del 2017.
Si pudieras reescribir tu primer texto,
¿qué harías diferente/igual y por qué?
Esta es la cuestión. Escribir a veces se trata de
decidir; una historia tiene tantos elementos y aristas, que es un logro unir al
menos dos o tres de una forma coherente y que dé gusto. La primera novela es
una arena movediza de palabras, y esa sensación no cambiará a pesar de otros
textos orbitando. Yo les creo a los autores cuando nos dicen que el verdadero
proceso de escritura se encuentra en la corrección, en el arte de la espera de
un manuscrito; ese momento al releer un pasaje luego de meses de incubación
arroja tantas sorpresas como el saco de San Nicolás.
Supongo que parte del trabajo es prepararse para los
miles de sapos y serpientes que salten del papel. La autocrítica es importante,
no lo negaré, pero creo que los escritores llevamos eso a límites
insoportables. Somos el peor crítico de nuestra obra, para valorarla positiva o
negativamente.
Afortunadamente yo no tengo tanta obra publicada por
allí, y tampoco creo que sea tan importante como para abandonarla a merced de
los lectores. Lo que quiero decir es que estas historias no se han cristalizado
como parte de una telaraña estética. Me gusta pensar en esos cuentos como
eternos borradores; y lo son, en cierta manera, pues muchos de ellos los he
intervenido en privado, preparándolos para publicarlos profesionalmente en un
futuro.
¿Tienes algún ritual/preferencia/técnica
específica para escribir?
Solía escribir todos los días, por las mañanas. Con el
tiempo fui dejando el hábito y ahora solo escribo cuando ya he acumulado un
concepto y una intención. Conforme más escribes, más difícil se hace.
Inconscientemente buscas no repetirte, pulir en el mismo proceso y luchas con
las distracciones de la contemporaneidad.
Por ahora soy fanático del fragmento. Una buena jornada
es donde haya obtenido un buen párrafo en bruto, sin importar si no avancé en
la historia. Como me conozco, sé que volveré a él después y me ayudará a darle
punto final. Cada nuevo día es una oportunidad para seguir buscando metáforas y
experimentar con las imágenes que circulan por mi cabeza. Como dije, es una
entrada a dialogar con mis referentes.
Pienso que cada quien debe ser capaz de encontrar su ritmo,
y también, sus excusas. Es fácil decir que hay que escribir todos los días,
como también es irresponsable esperar a la musa. La escritura es un continuo
pensar, una puesta en práctica de un andamiaje previo, concebido a través de “experienciar”
el mundo, del inconsciente, de la absorción de los fenómenos que nos
intervienen. Pónganle el nombre que quieran; escribir requiere un poco de
fuerza, sí, pero el cómo la canalizamos es materia personal.
¿Cómo sucedió tu ingreso al mundo editorial?
No tengo tanta obra publicada, más que breves apariciones
en revistas digitales. Espero que mi entrada no sea traumática. También, y hay
que decirlo, no mando tantos manuscritos a concursos como antes. Si bien me
considero un recolector de rechazos editoriales, he ido mesurando en favor de
la paciencia con las propuestas a las que le he tirado al mar como botella
sellada.
Una vez estuve a punto de firmar un contrato de
publicación con una editorial nueva en Venezuela, especializada en literatura
fantástica. Lamentándolo mucho no se dio por diferencias creativas; más por mi
culpa que por los editores, que sin duda sé que tendrían las mejores
intenciones —y estarían mejor formados— que yo. Me deprimí por unos meses,
admito, puesto que ya llevaba una carga emocional muy grande ese año por la
muerte de mi papá, producto del Covid.
Creo que ese rechazo me ayudó a no tomarme tan en serio.
Escribo, sí, y por respeto a quien me lee lo intento con autenticidad; pero,
estemos claros, es difícil que a alguien le interese lo que tenga que decir, o
que la crítica se fije azarosamente en mi obra. Hay mejores escritores dando
vueltas, produciendo buen material, simpáticos, con luchas sociales como su
estandarte y una visión del mundo más integra que la mía. Yo solo soy un privilegiado
—palabra que anda de moda— que tuvo la suerte de dedicarse a las cosas que le
gustaban. Soy un artista condenable porque no he sufrido las verdes, ni ando
pendiente de las injusticias diarias que corrompen a los humanos. ¿Qué tiene
que decir un tipo de 32 años que ha vivido toda su vida en Venezuela, en una
dictadura de verdad, no de esas que se inventan ahora los dirigentes de turno?
No lo sé. Yo no estoy del lado correcto del vacío, y por eso creo que, si llego
a ingresar en el mundo editorial, pasaré desapercibido porque no represento
nada.
Como punto y aparte, fue un gusto participar en el
regreso de la Semana de la Narrativa, en el 2019. Se trataba de un evento en el
que anualmente se reunían las nuevas voces de la narrativa venezolana. Debido a
la crisis, el evento dejó de hacerse por varios años, y fue una sorpresa que
seleccionasen uno de mis textos para el regreso de la actividad —el único de
ciencia ficción de la jornada, hay que decirlo—. El evento contó con las voces
de Andrea Leal, José Miguel Ferrer, Verónica Flórez y Natasha Rangel, recuerdo,
en compañía de los magníficos Lucas Paris, Carlos Sandoval y Héctor Torres. Por
aquellos días, Venezuela sufría de apagones constantes, y sin energía eléctrica
para los micrófonos y proyecciones, la lectura de los cuentos se hizo a viva
voz, con un aguacero de fondo. Le agregó un misticismo mitológico al asunto,
debo decir. A pesar de la precariedad, leímos nuestras historias y unimos uno
que otro lazo. Como dije, leer y escuchar a mis contemporáneos es un escalón de
aprendizaje. Creo que es un punto de inflexión, al menos para mí, el saber que,
aunque todavía soy un estudiante promedio de literatura, hay un resquicio en la
movida literaria contemporánea venezolana donde puedo hacer obra. Es mi intención
a largo plazo.
De hecho, varios de los que leímos en esa semana nos
reunimos en una especie de grupo literario llamado Brevelectric, donde los
nuevos narradores encontrarán un espacio para exponer sus obras, difundirla y
consolidarla si se quiere. Ahí vamos, ahí vamos. Tratamos de mejorar, como
diría el buen Tobey.
¿Cómo imaginas el mundo de la edición en
los siguientes años?
Ni idea. La tecnología seguirá avanzando, y es probable
que más gente se suba al barco de la escritura. Los editores tienen una labor
titánica por delante; no solo por la cantidad de material que llegará, sino por
comprometerse con sus deberes: ir a la par de lo que se escribe y con lo que
pide el mercado. Pienso que el arte y el mercado pueden hermanarse en la medida
en que haya ganas de hacer un trabajo sincero, y que sobre todo respete la
integridad de la obra de arte.
Las editoriales siguen siendo importantes porque el
oficio de editar no se lo inventó la industria cultural para alienarnos con entretenimiento,
como pensaría el amargado de Adorno. Hacer libros es una cuestión artística.
Con la proliferación de la autoedición se ha descuidado esta labor. Sí,
cualquiera puede hacerlo, pero no todos pueden hacerlo bien, y no me refiero a
la calidad literaria, sino a la calidad del libro como objeto, como obra de
arte. Un libro cuidado es un libro que se deja leer; no hay excusa hoy para
hacer las cosas sin cariño. Así como podemos quejarnos de que un título de las
grandes editoriales está lleno de erratas, también hay que señalar que los
títulos sin intervención de un editor son propensos a desarmarse a nivel de
diseño, maquetación y corrección. Las cosas como son. Si la gente decide
autoeditar, inviertan en un buen editor; es todo lo que los lectores pedimos.
Dadas las posibilidades editoriales
futuras, ¿crees que tu propia obra tendrá un cambio sustancial en sus
perspectivas/alcances?
No podría saberlo. Si bien es cierto que toda obra está
sujeta a una reproductibilidad infinita gracias a los nuevos medios digitales,
no garantiza que la obra sea más efectiva en cuanto a su accesibilidad o a su
creación desde lo técnico. Por supuesto, en un futuro me encantaría ensayar algo
transmedia, fronterizo, algún tipo de red literaria que sea parte de un
argumento, que el libro no solo sea libro, sino una experiencia estética inmersiva.
Como vaya viniendo, vamos viendo.
¿Cuál quisieras que fuera tu legado en la
literatura?
Uno bromea mucho sobre lo que pasará con la propia obra
cuando ya no demos vueltas por acá. Supongo que en el fondo queremos que nos
sigan leyendo, que las almas venideras den a nuestras letras significados
impensables, que algún profesor nos tome como ejemplo de algo, hasta de la mala
escritura.
No lo sé. Me aterra no existir e imaginar algún momento
del continuo multiversal en el que ya no esté, en el que no pueda abrazar a mi
mamá, ir a clases, leer, dar amor a mis seres queridos o quejarme de la moda de
turno que es igual a la moda de hace años. Un legado no creo que justifique ese
horror; quisiera disfrutar de mis éxitos, de mis desaciertos; y aunque digamos
que la vida no nos debe nada de eso, es innegable querer unas palmadas en la
espalda por intentarlo. Puedo compararlo con recibir un aplauso, solo uno,
solitario, lejano, casi inexistente, luego de terminar un show para el que has
ensayado durante mucho tiempo, en el que has invertido una porción importante
de tu esencia. Aunque no lo creas, los artistas no somos seres desalmados, que
hemos decidido aislarnos del mundo y sus ronaldadas, neymarianadas y messiadas.
Puedes llamarlo alma si gustas.
El asunto está en pensar que un legado, como si fuera el
tesoro del Capitán Flint, trae como consecuencia que me mantendrán con vida a
través de lo que hice, de mi pasado. Yo quiero mantenerme vivo para la gente,
si es mucho pedir, a través de lo que hago, en presente, aquí y ahora, pues es
lo único de lo que tengo más o menos certeza.
¿Qué le recomendarías a un autor que apenas comienza y que te ve como inspiración?
Recomendar la lectura es un lugar común, pero no veo otro
consejo más útil que ese. Alimentar la cabeza con las imágenes de las obras que
nos gustan es el camino más sano, y no solo en el ámbito de la literatura. Toda
obra de arte que nos produzca placer es una fuente saludable, que a la larga
conduce a la creación simbiótica de otras obras.
También creo que practicar la escritura es fundamental;
centrarse en una sola cosa a la vez, vaciar la mente y potenciar la atención en
la medida de lo posible es un logro en estos días convulsos. Si tenemos
problemas, por ejemplo, en cuestiones gramaticales, lo mejor es atacar la
debilidad. Hay que aprender a comunicarse con lo que queremos,
independientemente de lo que ocurra afuera. Si queremos escribir novela,
escribamos novela; si queremos cuento, cuento. Cualquier tema estará bien. El
concepto de literatura es superfluo; lo valedero es el porqué nos ocupamos de
pensar sobre ella.
Escribir a la larga, si así lo permitimos, es una filosofía
de vida. Tal como un monje Zen vive para y con su presente, nuestra mente debe
encausarse hacia ese fin. Habrá dificultades de todo tipo en el camino, que más
de una vez nos cuestionarán; el cansancio atacará como un dolor de estómago, y
la soledad que conlleva la vida artística será una tormenta en la intemperie. Envidio
a quienes parecen encontrar un equilibrio entre su oficio y la cotidianidad. Lo
mejor es ser sinceros, profesionales; no ser tan duros con la obra propia, a la
vez que somos rigurosos en nuestras convicciones poéticas.
Lee, escribe y respira. En repetición. Lee, escribe y
respira.
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